EVA AL DESNUDO
El
5 de Julio de 1946 tuvo lugar la presentación del más poderoso artefacto
nuclear inventado nunca por el hombre. La presentación tuvo lugar en la Piscina
Molitor, Paris. El artefacto había sido testado con éxito a principios de año
en el atolón Bikini de las Islas Polinesias. No obstante el presentador e
inventor del evento, un tal Louis Réard, ingeniero de automóviles, gafas de
pasta negra, insistió una y otra vez en que lo específico de este artefacto es
que sería más poderoso que el que se había testado en aquel lejano atolón. Reárd inventó el Bikini, el nuevo traje de baño de dos piezas. Una
nueva época comenzó. La época de la producción del sexo en cadena. El nuevo
traje de baño, el dos piezas que desnuda el cuerpo, y nos abrasa por dentro. No
por casualidad Monsieur Réard era ingeniero. De coches. La nueva época de la
producción, del progreso y del consumo industrial, liberó los cuerpos de la
ropa. Desnudó a Eva. Y eso sólo fue el principio. En 1956, como un corolario,
Roger Vadim nos recrea a la nueva Eva en la película “Y Dios creó a la mujer”: Brigitte
Bardot sale del mar rebautizada como la nueva Venus. Vadim deconstruye el
cuerpo de la madre: realza los pechos para siempre vírgenes de Bardot (los
pechos de las top model nunca dan de mamar a ningún hijo: así se “estropean”), la
cabeza mirando al cielo del Nuevo Mundo, mientras los pies se posan en una
arena también virgen unida por un vientre que siempre será plano, nunca dará el
fruto de la mujer madura, el hijo. El bikini se hace celuloide de la mano del
Playboy Roger Vadim. Toda producción en cadena necesita su marketing. Del
ingeniero al playboy, no hay tanta distancia. La vida burgueso-industrial, del
bon vivant, necesita un icono, un modelo para que la demanda sea masiva. La
desnudez de Eva se adjunta desde ese momento a todo tipo de artefactos de
consumo. El Nuevo Mundo acaba de comenzar.
Tras
la Segunda Guerra Mundial, se implementa a velocidad de vértigo la
descolonización en África, Oriente Medio y Asia. Europa ya no será nunca más el
faro civilizatorio y ético de la humanidad. Los horrores de Auschwitz, del
Gulag, de Dresden, de Hiroshima, nos llenan de vergüenza. Hemos de recomenzar
de nuevo la revolución. Buscar una base nueva para un hombre nuevo. Y Europa se
vuelve hacia sí misma. De esa vuelta a los orígenes, al origen, sale la revolución
del 68. Es en la intimidad del hogar, en la familia, el lugar de origen del
hombre, donde hay que actuar más. Allí está escondido el autoritarismo fascita,
la opresión de la trabajadora madre, la manipulación de la culpa en los hijos.
De eso se encarga la Escuela de Frankfurt, con M. Horkheimer y T. W. Adorno a
la cabeza. Después vendrá H. Marcuse y todo saltará por los aires. Los jóvenes
no quieren esa sociedad corrupta de los viejos. Quieren una revolución marxista
íntima. A eso se le llama la Revolución Sexual. No más guerra, sino más amor.
Amor sin restricciones, libre, sin reglas burguesas, sin roles ni clases en la
intimidad del hogar. Fuera del hogar, todo seguirá igual: ya se ha visto que
las grandes ideologías no servían para cambiar las relaciones de producción,
pero ha sido (así se interpreta), porque no se comenzó por arreglar el origen
del problema de la injusticia capitalista: la estructura fascista, capitalista,
burguesa de la familia.
Pero
el amor que buscan los jóvenes del 68, es un amor huérfano de hijos. Es una
búsqueda del yo perdido. El nuevo Ulises de Joyce va y vuelve a casa pasando
por un burdel de Dublín. Ese es todo el trayecto. Un inmenso monólogo donde
Joyce muestra con inmensa habilidad toda la riqueza extrema de la lengua
inglesa clasificada como si fuera un museo. Pero ese museo está hecho para sí
mismo. Del yo al yo. No hay nada más. Es una búsqueda sin resultado. No hay
otros, de los que se huye. El Otro es inabarcable. Es el terror.
La
revolución sexual del 68 tiene como varias fases: la teórica, de la que ya
hemos hablado. La técnica, que tiene a su vez tres subfases, la primera la
aparición de la píldora anticonceptiva, la segunda el aborto masivo, y la
tercera la producción de seres humanos a medida (reproducción asistida,
selección de embriones sanos, etc). A su vez, también tiene otro lado o perfil visual o
práctico, que se refleja en la moda, las revistas, en la nueva imagen
“desenfadada” que desviste a la mujer: minifalda, bikini, top-less. En
paralelo, se desarrolla la gran industria de la pornografía.
La
imagen del hombre, cambia poco. No se le desviste. La liberación femenina,
consiste básicamente en su entrada en el mundo laboral. Pero no es una
liberación sexual. La liberación sexual preconizada por los teóricos
postmarxistas del 68, es una liberación masculina. La actividad sexual
masculina se incrementa de manera exponencial. Al otro lado del sexo ya no
existe la Eva Madre. Todo el sexo pierde profundidad. Como dice Fabrice
Hadjadj, el 68 y su revolución habla mucho de vagina, clítoris, orgasmo, pero
se ha olvidado que todo eso antecede al útero. El útero es el telos de la
sexualidad. El útero es nuestra primera casa, nuestro origen, con aire acondicionado, un todo incluido. El
sexo que no llega al útero es un viaje del yo al yo, recargado y pomposo, pero
no acaba en ningún tú. No libera a nadie, porque no se sale del yo. Un viaje
que nunca acaba en el hijo, es un dar vueltas a la celda del yo. El hijo es la
novedad absoluta, es la ventana al cosmos, lo que trasciende toda relación
(¿qué hay superior a hablar con un hijo, con tu hijo?), lo que no se puede
prever nunca del todo. Lo que no se sabe como crece, sino que se ve mientras
nos asombramos.
La
Eva desvestida del 68, sin embargo, se afana en vestirse una y otra vez. Se
desespera probándose zapatos que vayan a juego con la falda. Mi hija lanza
miradas a su madre de desaprobación. Eso no mamá. Y vuelta a empezar. La ropa
que la mujer desespera en ponerse, es precisamente la que debe provocar las ganas
de quitársela. El verdadero pudor, llevado hasta el final, mantiene el vestido
sólo para una desnudez más plena. El rostro, las manos manifiestan el espíritu.
El vestido permite el despliegue de esa palabra que desnuda hasta más allá del
límite el corazón. Ella siempre es misteriosa, sobre todo cuando se viste, y
provoca en mi el deseo de desvestirla. Y el deseo es más intenso cuanto más se
muestra ese rostro que emite radiaciones intensísimas a todo mi ser en forma de
palabras que me convulsionan porque su fuerza viene de un más allá que intuyo,
del que quiero más y más, pero que nunca llego a atrapar del todo.
Y
cuando Eva no está vestida, cuando se muestra entre coches de lujo, cuando es
una Mamá Chicho para alegrar la líbido de un sátrapa de cabaret como Berlusconi,
el cuerpo abrasa y se hunde la mirada en la ropa ceñida, se oculta, se vela en
negro ese santo de los santos que no
podemos ver, es decir, su alma. Donde nadie puede entrar. Eva desaparece: su
rostro y su interioridad secreta se diluyen. Y aparece la silicona que afirma,
y el bótox que levanta. Eva se llena de profilácticos. Tiene que proteger su
interior con mucha goma y plástico por fuera, para compensar un mundo interior
estéril. A la señorita le da demasiada vergüenza su interioridad y por eso se
esfuerza en tapiarla con la armadura de sus encantos. Y la llave de la
fortaleza acaba en la alcantarilla de algún hombre que no sabrá rodear el
laberinto del Santo de los Santos, para entrar en la morada donde se halla la
chica que tanto busca en el fondo de su ser, como dice Fabrice Hadjadj en ese
magnífico libro, la Profundidad de los Sexos.
Pero
cuando ella y yo mantenemos la distancia, se da el encuentro verdadero. Ese
rostro desvela el sancta sanctorum de su interioridad, no se apaga el deseo. El
deseo de entreverla desnuda. Su rostro es puro por encima de su jersey, sus
manos hablan con su boca, sus ojos, en lo que tenían de más claro, me
inoculaban el deseo de lo que ella tenía de más oscuro. Esa es la revolución
inacabada, la vuelta al principio de su rostro que nunca ha dicho la última
palabra. Su radiación es demasiado fuerte para que yo, el esposo, lo atrape en
un solo te quiero, en una sola posesión. Se escapa, y vuelve con sus
interrogantes, me interpela, me mira desde arriba, desde abajo, desde todos los
ángulos a los que yo nunca llegaré. Eva me hace reinventarme, me saca de mis
límites, me humilla, me hace reír.
Un
amigo mío se casó hace poco. A veces se da cuenta de que lleva el anillo de
casado en su mano izquierda. Se despierta y piensa “¿qué es esto?”. Nunca lo
sabemos del todo. Ella siempre está ahí con su corporalidad radicalmente
distinta, cambiante. Eva, tan frágil, tan en segundo plano, siempre acaba
siendo más fuerte, siempre acaba siendo esencial. Es Gaia, la madre, el origen
de todo hombre, el valle profundo por donde transita el río de la vida.
Desde
Freud, el sexo ya no está en el cuerpo, sino en el cerebro. No tiene lugar. Es
infinito su deseo, infinita su producción. Hay que crearlo, y para re-crearlo, desnudémoslo una y otra vez.
Pornografía, una y otra vez. La sociedad con más consumo pornográfico de la
historia, con más explotación sexual de la historia, quiere desnudar y poseer a
Eva una y otra vez. El hongo nuclear que
nos arrasa por dentro, da vueltas y vueltas en nuestro coco, mientras trillones
de imágenes circulan a toda velocidad por Internet, mientras se extiende la
fobia al contacto entre el Tú-en-ti.
Pero
la Eva real, ese cuerpo concreto, con babas y fluidos, con un peso y unas
orillas muy concretas en el mundo del aquí y del ahora, nos aterra. El deseo se
comercia y nos inunda los sentidos. Es un comercio de carne y cuerpos. Pero ese
comercio es un comercio entre fantasmas, que no soporta a los cuerpos reales
que envejecen, enferman. Que no soporta el tú concreto de una Eva que no es un
apéndice de nuestro yo, a la que manejamos a placer. Eva es un rostro, un tú,
una boca que no podemos callar. Una boca que nos arremete, nos reta, nos
sorprende, nos grita, se ríe, se tuerce.
Turistas
de nuestro cuerpo. Visita y atraviesa cuerpos de forma rápida, para meterlos en
el álbum del yo agrietado. Busca sensaciones. El hombre actual no tiene casa, no tiene
identidad. Juega, experimenta. Pero no se encuentra en su carne. Su carne cree
en la vida confortable, el progreso inevitable, la civilización de la máquina. El
sexo personal es un juguete, un joystick. El joystick, la rubia, el coche.
Consumo en cadena. Seguimos en la party, haciendo kilómetros. Y la
insatisfacción, sigue. La pulsión sexual, no se sacia. Sigue estando ahí la
llamada del Otro. El eros sigue
tirando de nosotros. Ese no tenerme a mí del todo. Esa búsqueda de la unidad.
De repente, un extraño. Aquella frágil chica que se cruza en el trabajo, y
provoca la convulsión inesperada de toda una vida. La búsqueda de la felicidad,
de la belleza. Ese cuerpo que no se sacia con el plato de lentejas de 300€ que
cenamos ayer en El Bulli. La angustia de saber de mi debilidad, de no controlar
la nave, porque la nave viene de muy, muy lejos. Más allá del tiempo.
Eva
nos observa y su radiación nos sigue abrasando. Mucho. “La potencia de nuestra erótica
solar nos abrasa por dentro, porque apenas ilumina a los otros” (Fabrice
Hadjadj de nuevo). Sólo hay sitio para la rubia en bikini (siempre rubia,
siempre en bikini: que la explosión nuclear no decaiga: para ese problema,
solución rápida: a la puerta por donde vino). El sol que atrapa con su infinita
gravedad de peso muerto sus rayos, un sol frío, que retiene el semen de sus
rayos y no hace brotar vida alguna. Un agujero negro que borra su propio
ombligo, su origen a base de no transmitir la vida, rechaza la propia. Un Yo
demasiado grande para volver la mirada al pasado de su origen y al futuro de su
destino, ya no se comprende a sí mismo, y por lo tanto cesa de emitir luz.
Y
cuando el rayo escapa, cuando el vientre germina, a pesar de las pastillas para
el vientre plano perpetuo, cuando aparece lo
imprevisto, se rechaza. No puede ser que el acontecimiento de un embarazo
esté por encima de mi voluntad. Y
otra vez volvemos al fondo en negro. Yo, mi voluntad, al final no aceptando la
cuna tendré mi tumba. La muerte, no revela desgraciadamente los secretos de la
vida. Y buscando ese éxtasis inferior, se hunde el éxtasis superior. Seguimos
teniendo ese abismo entre las piernas, que nos arroja una y otra vez a los
lobos de nuestra carne insatisfecha que nos desprecia. No hay mando de consola
que nos asegure el control, como ocurre con los animales. Un instinto animal
produce una vida muy ordenada, no una loca depravación. El espíritu dentro del
cuerpo, el abismo hacia lo alto y hacia lo bajo. Dentro de cada uno. El sol nos
abrasa a todos. El hongo nuclear no deja de emitir radiación. Inolora,
insípida. Pero no indolora. E
Eva
nos llama. El rostro es un rostro inacabado, porque se construye con nuestra
palabra y yo me deletreo con su boca, su cuerpo, la radiación de todo su ser.
El Otro es inabarcable, no se puede meter en la celda de nuestro yo. El deseo
que nos rasga las entrañas, el abismo que sentimos en nuestras piernas, es un
abismo y un deseo de lo más alto y de lo más físico. El equilibrio del amor es
un respeto espiritual que se concreta en algo físico. Cuantos más equilibrios
haya entre los abismos, más físico es el hombre. Una relación puramente física
es más física cuanto más espiritual es esa relación. Una comida feliz, es una
comida con amigos. El solitario que se da un festín, no degusta la comida. La
amistad es gratis. La verdadera felicidad cuesta poco, si es cara, no es de
buena ley.
Y
para que podamos caminar por el abismo, hay que cogerse de la mano de la Gracia.
El hombre es demasiado grande, está demasiado alto. Para llegar al equilibrio
con Eva, el esposo necesita descifrar los ruidos, las señales que proceden del
más allá, de la gracia. Sin la gracia, no hay amor esponsal. La Iglesia
Católica es tozuda, intransigente: una vez que hemos dicho que sí a Eva, es
indisoluble, se llama matrimonio. No la puedes dejar. Es tu cuerpo físico, el
hogar, tu oráculo de Delfos para interpretar tu existencia concreta. La
fidelidad debe de ser radical. De palabra, de obra, de acción. La niña de tus
ojos, la que llega de un tajo tantas veces al corazón de tus tinieblas con sólo
una palabra o un gesto. Para eso, es necesaria la ayuda de la gracia.
Eva
no es el paraíso. La fidelidad al amor esponsal, ayuda a conquistar el lugar en
el paraíso. Pero en la lucha por la fidelidad, hay sangre, sudor y lágrimas.
Hay mucha humillación que nos hace redibujar nuestros límites una y otra vez. Y
a Eva también. Eva es una luz cegadora, que nos humillará el corazón, la razón,
el cuerpo, muchas veces. Y al revés también. Es una batalla, una montaña, un
viaje. Ella no se deja conquistar fácilmente. No es manipulable. Es un ser con
alma, corazón, inteligencia, cuerpo distinto, fuera de nuestras percepciones en
su mayoría de las veces. Es femenina. Yo soy masculino. Mi cabeza nunca estará
en su cabeza de mujer. Mi mirada llega a 180 grados. Ella tiene el resto de la
mirada mía, los 180 grados restantes. Eso es humillante. Dios me recuerda que
no llego con mi vista, mi corazón, mi cuerpo a abarcar toda la realidad. Eva está
en el centro del paraíso, pegada al árbol de la ciencia del bien y del mal. Y
la seguimos rondando. Pero eso sí, con la ayuda de la gracia. Mantener el
equilibrio entre los abismos, sólo es posible con la ayuda de quien nos hizo, y
sabe moldear nuestros corazones para que en un proceso largo, misterioso,
emocionante, lleguemos a esa unidad perdida, sin darnos cuenta. Esa unidad que a veces se consigue fugazmente en
los cuerpos, pero que nunca se llega a conquistar del todo en el corazón.
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