viernes, marzo 17, 2006

HE AQUÍ EL HOMBRE




Cuando era un adolescente, íbamos a ver de vez en cuando a ver procesiones de Semana Santa. La calle estaba alegre y llena de gente. A eso de las dos de la madrugada, todo el mundo se iba a cantarle a la Virgen una Salve. En mi pueblo, el trono de la Virgen, siempre va el último. Pegado al trono, va el piquete de soldados (que está a punto de desaparecer, porque ya no hay soldados :( ), a toque de tambor y corneta, golpeando rítmicamente los adoquines. Al terminar la procesión, en una plaza y calle abarrotados de gente, se le da la vuelta a la Dolorosa, para meterla de espaldas a la Iglesia., mientras los costaleros sudorosos la mecen suavemente, totalmente entregados, porque el último acto de aquella representación va a comenzar. La imagen más querida es una imagen que llaman ”la Piedad”, con su cara macilenta, mirando hacia abajo rota de dolor, con el color de la muerte. Me ha recordado siempre a aquellas mañanas de tanatorio, donde el muerto, los familiares y amigos más íntimos tienen el mismo color grisáceo, pálido, como si hubiera pasado un trolebús por el alma de todos ellos y hubiera arrasado todo lo que contiene la vida, porque la vida es querer a otros, y si se van esos que amamos, ya no queda nada, y nos quedamos como desarbolados de dolor, muertos, aplastados por trallazo de un tiempo que fue feliz pero que ya nunca volverá.
De pronto, sonaba la corneta del tercio, y se extendía rápidamente un silencio como un calambre repentino que paralizaba los pulmones de la multitud. Se comenzaba a cantar como en un murmullo, cogiendo fuerza poco a poco, y al llegar a “a ti suplicamos los desterrados hijos de Eva”, las voces subían de tono hasta quebrarse en las gargantas, mientras las lágrimas corrían como vidrios ardientes por las mejillas y las almas. Hay quien nunca reza, pero, cuando se está allí, hasta los más duros se acongojan, porque se ven ellos mismos necesitados, porque la vida de cada uno de ellos es a veces dura, fugaz, torva, espantosa. A veces, no vale nada huir de la condición humana, y se vuelve al origen de todo. La madre, la madre, siempre es la madre la que nos lleva al origen de todo aquello que perdimos, la que nos saca del destierro de la desmemoria, a la que pedimos que acoja a los que ya no están, que nos guarde de nuestra fragilidad.
También recuerdo aquellas procesiones que salían del al barrio de los pescadores, de madrugada, aquellas madrugadas de sueño y tabaco para aguantar. En mi pueblo hay una imagen muy venerada que se llama simplemente, “El Jesús”, un Jesús con la cruz a cuestas, una de tantas, a la que tienen mucha devoción la gente de ese barrio humilde, con alguna iglesia desconchada donde van unas pocas viejas a rezar rosarios en los rincones. La procesión comenzaba en el ecuador de la madrugada. Al Cristo lo llevan pausadamente, haciendo tiempo mientras los hombros de los costaleros se llagaban con orgullo, lentamente, haciendo tiempo para que “El Jesús” se encontrara con la Virgen al romper el alba en la Plaza del Lago, que así se llama. Entre parada y parada, mientras lo mecían en silencio, arrancaba un alguien a cantar una saeta que se iba cuajando poco a poco en su voz rota mientras el Cristo quedaba suspendido en un suave bamboleo de hombros. En medio del silencio, a palo seco, crujían las junturas del alma de aquel marinero de la vida. La multitud estaba quieta y hasta los suspiros se helaban, se cerraban los ojos y la vida pasada, para arrojarse con todo su ser a aquel momento, para concentrarse en la letra y la hondura de aquél dolor ardiente que emergía de la garganta de un hombre, que esa noche era como una fuente desde la que nos llovía a todos una petición de misericordia al bellísimo Jesús, ese Jesús que nos miraba compasivo desde lo alto de una cuna mecida por hombros de hombres rudos, que por una vez volvían a ser niños para que su Jesús los acariciara de nuevo con aquellos ojos, los más bellos del mundo, porque la amargura del más salvaje de los abandonos y sufrimientos, había sido transformada milagrosamente por aquel Cristo en compasión y misericordia. Si el desamparo y el abandono de Dios no es compasión que nos protege, ¿a quien acudiremos? ¿Dónde iremos, si sabemos que en el tope hondo, en el granero donde blindamos nuestra humanidad más íntima no somos más que un montón de fragilidad vanidosa y débil? Todavía me dura la herida, todavía me sangra la memoria, es una cicatriz que llevo en el cuerpo de mi vida, como un tatuaje que me hubiera llovido desde el otro mundo. Mi amigo Fernando, que es de Valladolid, me ha contado que hace unos años con la exposición “Las edades del hombre”, restauraron la figura del “Ecce Homo” de Gregorio Fernández, el máximo exponente del barroco del XVII. Al sacarle los ojos para restaurarlos, detrás de ellos, había una nota escrita que decía “Señor, ten piedad de mí”. Analizaron la escritura, y se demostró que efectivamente era del artista. Esto de la Fe es muy personal, y hay mucha gente que no sabe que creer, pero, comprendo perfectamente al artista. Gregorio Fernández, quiso esconder esa frase para “su” Cristo, porque, cuando se quiere a alguien, se le entrega lo más íntimo, el corazón, y el corazón es el único que puede y que tiene permiso para ver el universo de la persona a la que se ama. El universo del amado, es un lugar infinito, porque es un no-lugar, donde cada una de las miradas del que nos ama tiene una luz distinta, una sutileza única, no nos cansa, siempre hay un ir y un volver. Ecce Homo. He ahí el hombre, aquel quien ha triturado, atrapado el dolor, pero que no se deja vencer por él, que tiene compasión. ¿No anhelamos en el fondo que ese milagro ocurra en nosotros? ¿No suspiramos en el fondo para que Dios nos mire así? He ahí el hombre, Ecce Homo.

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2 comentarios:

Anonymous Anónimo ha dicho...

Me ha interesado, emocionado y animado a buscar más de esta buena -excelente- literaturaque da placer gustar poco a poco; sin prisas y sin prejuicios de ningún signo.Mil gracias

1:02 p. m., marzo 18, 2006  
Anonymous Anónimo ha dicho...

De todos los despotismos el de los doctrinarios o de los inspirados religiosos es el peor.

Son tan celosos de la gloria de su Dios y del triunfo de su idea, que no les queda corazón ni para la libertad, ni para la dignidad, ni aun para los sufrimientos de los hombres vivientes, de los hombres reales.

El celo divino, la preocupación por la idea acaban por desecar en las almas más tiernas, en los corazones más solidarios, las fuentes del amor humano.

12:47 a. m., julio 23, 2006  

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