CHEMA
A Josemaría Postigo, fallecido el pasado 7/3/2017
In Memoriam
Dios me dio
un gran corazón, eso creía yo, hasta que te conocí a ti. Un corazón tan grande
no lo he visto nunca. Abierto, y libre. Un todoterreno, sin alambradas. Directo
al corazón. Ibas, sonreías, y empezabas a hablar, lleno de ilusión, como si
radicalmente Dios estuviera hecho hombre, aquí, entre nosotros. Sin miedo a la
vida, ni al dolor, ni a la ignorancia, ni a tus fracasos, ni a tus angustias,
ni a las incomprensiones, ni a las mentiras. Lleno de seguridad, te sentías
amado de forma especialísima por Dios. Llevabas, eso sí, 18 hijos delante tuya,
y a tu mujer Rosa, a tu lado, de parapeto. La gente iba a verte, a ver al
bicho. Y te daba igual. Tenías experiencia para hablar de familia e hijos.
Porque con tantos hijos, y varios fallecidos, eras maestro en dolores y en
amores. Y todo vivido con naturalidad, con un desparpajo que deshacía todas las
barreras.
Me acuerdo,
no sé por qué, del teléfono móvil que llevabas en el bolsillo. Era un móvil baratero,
con una pantalla pequeñita. Enseguida me di cuenta, de que veías mucho menos de
lo que podía parecer a primera vista. Cuando te quitabas las gafas y acercabas
la vista a la pantalla, me di cuenta de que tenías un porrón de dioptrías. Tampoco
destacabas por tener un gran currículum. Además, lo decías. No habías podido
estudiar. Tenías un máster, y lo decías con dolor. Te habría gustado estudiar,
pero tu padre murió cuando eras joven, y tuviste que ponerte a trabajar. Pero,
eso te daba igual. Estabas feliz. Y encima, tu dislexia. Me lo dijiste así de
sopetón. Pero allí estabas, más feliz que una perdiz, sin hacerle caso a tus
limitaciones.
Porque todos
tus límites saltaban por los aires cuando hablabas lleno de ilusión de la labor
de formación de los padres de familias, de la Orientación Familiar. Te ponías a
hablar sin filtro. Me dejastes K.O. Te hiciste amigo mío a los cinco minutos. Y
mira que te di largas para que vinieras al colegio donde yo vivo, a dar una
sesión de Orientación Familiar, tu gran pasión.
Cuando te
llevé de vuelta a la estación del tren, íbamos hablando en el coche. Analizando
la situación social, y política, el desfondamiento moral del mundo que nos
rodeaba, te dije algo angustiado: ¿dónde nos llevará todo esto? Y tú me
dijiste, riendo: no sé dónde acabará todo esto, pero tú y yo acabaremos en el
Cielo, Claudio. Todo esto, me quisiste decir, es para acabar en el Cielo.
Contabas
cosas de tus hijos que me costaba comprender. Como había empezado la crisis, tu
mujer, había de comprar Cola Cao para el desayuno. A unos niños educados en
plan espartano como los tuyos, les quitabais el Cola Cao, y a ti te parecía que
aquello era estupendo, porque así aprendían a valorar las cosas, y descendían
al mismo nivel que aquellos niños que sí estaban pasando necesidad por la
crisis.
Me contaste
lo de tus hijos fallecidos cuando eran pequeños por tener una cardiopatía
congénita. Y que tenías más hijos en esa situación, viviendo al día, con
operaciones, y con el alma en vilo. Al poco tiempo de volver a Barcelona, murió
la mayor de tus hijas, Carmina, que había vivido pendiente del hilo de su
corazón enfermo toda su vida, hasta los 22 años, y no sólo eso, sino que tenía
una dislexia que le hizo las cosas muy cuesta arriba en los estudios. Y justo
cuando empezaba a disfrutar con su recién adquirida profesión, Dios se la
llevó.
A ti tus
hijos fallecidos, te hacían llorar, pero te llenaban de Fe.
Incomprensiblemente. Eras un cristiano que iba en Formula 1, con el acelerador
pisado a fondo, mientras eras capaz de disfrutar del paisaje, porque dejabas
que Dios condujera el coche.
Pero todo
eso que he contado es paja. Lo importante, lo increíble, era y es, lo grande
que es tu corazón. Me quisiste mucho. Todos los años me mandabas un correo para
felicitarme por mi aniversario de matrimonio. Era como si confiaras en mí, como
si supieras que de aquí, de esta mediocridad en la que me desenvuelvo, supieras
que Dios iba a hacer el milagro de mi entrega radical a ese Jesús de carne, que
tú eras capaz de mostrar en esa sonrisa enorme que rompía todas las barreras.
Ahora, ya
llegaste, después de sufrir tanto, después de querer tanto, después de volar
tanto, tanto, porque
Para que yo alcance diese
a aqueste lance divino
tanto volar me convino
que de vista me perdiese
y con todo en este trance
en el vuelo quedé falto
mas el amor fue tan alto
que le di a la caza alcance.
(…)
Por una extraña manera
mil vuelos pasé de un vuelo
porque esperanza del cielo
tanto alcanza cuanto espera
esperé solo este lance
y en esperar no fui falto
pues fui tan alto tan alto,
que le di a la caza alcance.
(San
Juan de la Cruz, Canciones del Alma [I])
Ahora, reza
por mí, por nosotros. Y quédate con nosotros. Más que nunca. Todavía nos queda
viaje, y necesitamos un patrón. Y como patrón que eres, no va a mandar ni
puede, este marinero que te escribe, ya sin anclas, sin miedos, sin alambradas,
sin complejos. Que pequeño soy yo. Y que pequeño te sabías tú. Y por eso, el
torrente devastador del tiempo, no hará más que alzar tu altura inmensa, Chema.
Gracias por siempre.