miércoles, diciembre 07, 2005

NADA

Hoy, soy marinero, un niño que aprende en el internado del colegio del mar. Contemplo su piel erizada de azules intensos, mientras el sol extiende su incendio de diamantes por su manto de espuma blanca. Al fondo, unas gaviotas, navegan en el aire, rasgando con el bisturí de sus alas el infinito espejo líquido de cielo-mar Mediterráneo, abriendo una bellísima herida de Dios en el tapiz de una tarde, que, ya para mí, jamás caerá en el olvido ¡Qué sublime es la herida, ese garabato que sangra como una boca enamorada, reflejo en la caverna de nuestro yo que proviene del más allá! La admiración, es un no saber explicarnos como es posible una belleza así. Ella nos obliga a cruzar la frontera que separa lo absurdo de lo razonable, porque el mundo apunta a un orden y una razón sublime. En el placer de la admiración se insinúa lo que está más allá, lo que se ha perdido. El deseo de lo sublime, nos habla de que somos más. Las prisas virtuales y el cemento, tratan de evitar el canto de las sirenas de la admiración. Si no logramos admirarnos, ya no habrá riesgo de perder el equilibrio para ser seducidos por la belleza y la verdad, mientras atravesamos la prosa de este mundo. Un ejército de hormigas especializadas que limpian y barren el gran hormiguero del Mercado, habrá eliminado eficazmente el dulce dolor de la herida, ese canto que nos llama desde el otro mundo, cuya llave llevamos dentro. Para completar este mundo, hacen falta los trozos del otro. Nuestra ansia de infinito y nuestro sentido común anclado en la realidad prosaica que tocamos todos los días, «son las dos alas con las que el ser humano se eleva hacia la contemplación de lo real, de la verdad» (John H. Newman). Lo real no es una burbuja mental, sino un poema que desciframos arduamente nosotros y la estructura ordenada del mundo. Si no comprendemos nuestro sitio, la burbuja crece, todo es casuística, y nada tiene porqué ni orden. Somos, en el fondo un error de medida, un accidente que se lleva la corriente del tiempo que nos arrastra. Las gaviotas nos miran y nosotros las miramos, como si fuéramos un montón de letras lanzadas al azar hace un billón de años, y por puro azar absurdo se hubieran combinado esta tarde de verano en una millonésima de segundo, para volver instantáneamente al caos de la nada. Publicado en Diario de Ibiza

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