miércoles, diciembre 07, 2005

JAIMAS

Los domingueros eran aquellos seres que llegaban cargados de banastos y vituallas. Abrían las sombrillas, esas farolas que iluminan sombra. Cubrían la desnudez de los parasoles con una sábana blanca que blindaba algún flanco descubierto. Estas jaimas de pobre, que se apretujaban en las calas reservadas a domingueros, son como palomas de alas rotas que todavía chapotean en nuestra memoria, recordándonos aquellos domingos. Dentro, solían arremolinarse unas señoras gruesas que mesnaban canastos de bocadillos y coca-colas. En la comida, se hablaba de las heridas que había abierto la colmena de los hombres en aquellos corazones gruesos. Las palmeras, posaban serenas, como árboles acuáticos que lograron llegar a la orilla. Las horas se escurrían entre los dedos como agua pura. Cerca de allí, con el alma mirábamos al pasado, con infinita nostalgia, para contemplar nuestra vida, ese espacio contenido entre dos muros, entre los dos nuncas, entre dos sombras, entre dos silencios, entre la nada y el todo, como dice José Hierro. Contemplábamos y contemplamos la radiante claridad, la gota de agua que se eleva como una lágrima lúcida mientras el niño chapotea feliz. Escuchar el aleteo de las sombrillas, esas chabolas de viento acartonadas con sábanas. Sentir, como el corazón aletea escondido en el pecho y suspirar para que el marcador de los latidos siga subido a la locomotora de la vida, de una vida plena llena de ellos y nosotros. Todo aquello, nos sumía, nos sume en una honda melancolía, recuerdo de lo que alguna vez perdimos. La felicidad, no se ha parado delante de nuestra puerta, es esquiva, juega con nosotros. Ellos, que viven bajo los focos clamorosos del éxito, y poseen suaves descapotables y piscinas (...) y ríen entre rubias satinadas, bellas como el champán, pero no son felices, y yo, que no teniendo nada más que estas calles gregarias y un horario oscuro, y mis domingos baratos junto al río (junto al mar), con una esposa y niños que me quieren, tampoco soy feliz. (Miguel D´Ors). Somos una jaula, que arranca cantos a la vida mientras siente, la nostalgia de la entera eternidad, esa rosa que se marchita rápidamente en nuestro cuerpo, pero que sube como grito al galope, cada vez más fuerte, por nuestra garganta. Publicado en Diario de Ibiza

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