lunes, septiembre 12, 2011

Lunes, 12/11/2011

Tengo el mar a mi lado 
brilla, se mueve 
la bruma se desliza por el horizonte 
mientras la música de Coldplay 
rebaja, diluye el sentido del paso del tiempo.

Mientras pasan estas cosas
saltan chispas en mi memoria 
crepitan, se mueven 
van y vuelven 
me hablan de TI 
de tus ojos 
de esas risas 
de nuestro mundo
de esos planetas que son solo nuestros:
nuestros hijos.

Cuando pasen muchos miles de años, 
dentro de poco, 
dentro de nada
y estas chispas queden sepultadas 
bajo el mar del tiempo
que me observa mientras brilla
seguirá crepitando mi alma
yendo y volviendo a TI
con mis pies pegados a los planetas
que ambos conquistamos:
esa ley de la gravedad
que nos mantendrá abrazados
a los dos 
por toda la eternidad.

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jueves, septiembre 01, 2011

EVA AL DESNUDO



El 5 de Julio de 1946 tuvo lugar la presentación del más poderoso artefacto nuclear inventado nunca por el hombre. La presentación tuvo lugar en la Piscina Molitor, Paris. El artefacto había sido testado con éxito a principios de año en el atolón Bikini de las Islas Polinesias. No obstante el presentador e inventor del evento, un tal Louis Réard, ingeniero de automóviles, gafas de pasta negra, insistió una y otra vez en que lo específico de este artefacto es que sería más poderoso que el que se había testado en aquel lejano atolón. Reárd inventó el Bikini, el nuevo traje de baño de dos piezas.  Una nueva época comenzó. La época de la producción del sexo en cadena. El nuevo traje de baño, el dos piezas que desnuda el cuerpo, y nos abrasa por dentro. No por casualidad Monsieur Réard era ingeniero. De coches. La nueva época de la producción, del progreso y del consumo industrial, liberó los cuerpos de la ropa. Desnudó a Eva. Y eso sólo fue el principio. En 1956, como un corolario, Roger Vadim nos recrea a la nueva Eva en la película “Y Dios creó a la mujer”: Brigitte Bardot sale del mar rebautizada como la nueva Venus. Vadim deconstruye el cuerpo de la madre: realza los pechos para siempre vírgenes de Bardot (los pechos de las top model nunca dan de mamar a ningún hijo: así se “estropean”), la cabeza mirando al cielo del Nuevo Mundo, mientras los pies se posan en una arena también virgen unida por un vientre que siempre será plano, nunca dará el fruto de la mujer madura, el hijo. El bikini se hace celuloide de la mano del Playboy Roger Vadim. Toda producción en cadena necesita su marketing. Del ingeniero al playboy, no hay tanta distancia. La vida burgueso-industrial, del bon vivant, necesita un icono, un modelo para que la demanda sea masiva. La desnudez de Eva se adjunta desde ese momento a todo tipo de artefactos de consumo. El Nuevo Mundo acaba de comenzar.

Tras la Segunda Guerra Mundial, se implementa a velocidad de vértigo la descolonización en África, Oriente Medio y Asia. Europa ya no será nunca más el faro civilizatorio y ético de la humanidad. Los horrores de Auschwitz, del Gulag, de Dresden, de Hiroshima, nos llenan de vergüenza. Hemos de recomenzar de nuevo la revolución. Buscar una base nueva para un hombre nuevo. Y Europa se vuelve hacia sí misma. De esa vuelta a los orígenes, al origen, sale la revolución del 68. Es en la intimidad del hogar, en la familia, el lugar de origen del hombre, donde hay que actuar más. Allí está escondido el autoritarismo fascita, la opresión de la trabajadora madre, la manipulación de la culpa en los hijos. De eso se encarga la Escuela de Frankfurt, con M. Horkheimer y T. W. Adorno a la cabeza. Después vendrá H. Marcuse y todo saltará por los aires. Los jóvenes no quieren esa sociedad corrupta de los viejos. Quieren una revolución marxista íntima. A eso se le llama la Revolución Sexual. No más guerra, sino más amor. Amor sin restricciones, libre, sin reglas burguesas, sin roles ni clases en la intimidad del hogar. Fuera del hogar, todo seguirá igual: ya se ha visto que las grandes ideologías no servían para cambiar las relaciones de producción, pero ha sido (así se interpreta), porque no se comenzó por arreglar el origen del problema de la injusticia capitalista: la estructura fascista, capitalista, burguesa de la familia.  

Pero el amor que buscan los jóvenes del 68, es un amor huérfano de hijos. Es una búsqueda del yo perdido. El nuevo Ulises de Joyce va y vuelve a casa pasando por un burdel de Dublín. Ese es todo el trayecto. Un inmenso monólogo donde Joyce muestra con inmensa habilidad toda la riqueza extrema de la lengua inglesa clasificada como si fuera un museo. Pero ese museo está hecho para sí mismo. Del yo al yo. No hay nada más. Es una búsqueda sin resultado. No hay otros, de los que se huye. El Otro es inabarcable. Es el terror.

La revolución sexual del 68 tiene como varias fases: la teórica, de la que ya hemos hablado. La técnica, que tiene a su vez tres subfases, la primera la aparición de la píldora anticonceptiva, la segunda el aborto masivo, y la tercera la producción de seres humanos a medida (reproducción asistida, selección de embriones sanos, etc). A su vez,  también tiene otro lado o perfil visual o práctico, que se refleja en la moda, las revistas, en la nueva imagen “desenfadada” que desviste a la mujer: minifalda, bikini, top-less. En paralelo, se desarrolla la gran industria de la pornografía.

La imagen del hombre, cambia poco. No se le desviste. La liberación femenina, consiste básicamente en su entrada en el mundo laboral. Pero no es una liberación sexual. La liberación sexual preconizada por los teóricos postmarxistas del 68, es una liberación masculina. La actividad sexual masculina se incrementa de manera exponencial. Al otro lado del sexo ya no existe la Eva Madre. Todo el sexo pierde profundidad. Como dice Fabrice Hadjadj, el 68 y su revolución habla mucho de vagina, clítoris, orgasmo, pero se ha olvidado que todo eso antecede al útero. El útero es el telos de la sexualidad. El útero es nuestra primera casa, nuestro origen,  con aire acondicionado, un todo incluido. El sexo que no llega al útero es un viaje del yo al yo, recargado y pomposo, pero no acaba en ningún tú. No libera a nadie, porque no se sale del yo. Un viaje que nunca acaba en el hijo, es un dar vueltas a la celda del yo. El hijo es la novedad absoluta, es la ventana al cosmos, lo que trasciende toda relación (¿qué hay superior a hablar con un hijo, con tu hijo?), lo que no se puede prever nunca del todo. Lo que no se sabe como crece, sino que se ve mientras nos asombramos.

La Eva desvestida del 68, sin embargo, se afana en vestirse una y otra vez. Se desespera probándose zapatos que vayan a juego con la falda. Mi hija lanza miradas a su madre de desaprobación. Eso no mamá. Y vuelta a empezar. La ropa que la mujer desespera en ponerse, es precisamente la que debe provocar las ganas de quitársela. El verdadero pudor, llevado hasta el final, mantiene el vestido sólo para una desnudez más plena. El rostro, las manos manifiestan el espíritu. El vestido permite el despliegue de esa palabra que desnuda hasta más allá del límite el corazón. Ella siempre es misteriosa, sobre todo cuando se viste, y provoca en mi el deseo de desvestirla. Y el deseo es más intenso cuanto más se muestra ese rostro que emite radiaciones intensísimas a todo mi ser en forma de palabras que me convulsionan porque su fuerza viene de un más allá que intuyo, del que quiero más y más, pero que nunca llego a atrapar del todo.

Y cuando Eva no está vestida, cuando se muestra entre coches de lujo, cuando es una Mamá Chicho para alegrar la líbido de un sátrapa de cabaret como Berlusconi, el cuerpo abrasa y se hunde la mirada en la ropa ceñida, se oculta, se vela en negro ese santo de los santos  que no podemos ver, es decir, su alma. Donde nadie puede entrar. Eva desaparece: su rostro y su interioridad secreta se diluyen. Y aparece la silicona que afirma, y el bótox que levanta. Eva se llena de profilácticos. Tiene que proteger su interior con mucha goma y plástico por fuera, para compensar un mundo interior estéril. A la señorita le da demasiada vergüenza su interioridad y por eso se esfuerza en tapiarla con la armadura de sus encantos. Y la llave de la fortaleza acaba en la alcantarilla de algún hombre que no sabrá rodear el laberinto del Santo de los Santos, para entrar en la morada donde se halla la chica que tanto busca en el fondo de su ser, como dice Fabrice Hadjadj en ese magnífico libro, la Profundidad de los Sexos.

Pero cuando ella y yo mantenemos la distancia, se da el encuentro verdadero. Ese rostro desvela el sancta sanctorum de su interioridad, no se apaga el deseo. El deseo de entreverla desnuda. Su rostro es puro por encima de su jersey, sus manos hablan con su boca, sus ojos, en lo que tenían de más claro, me inoculaban el deseo de lo que ella tenía de más oscuro. Esa es la revolución inacabada, la vuelta al principio de su rostro que nunca ha dicho la última palabra. Su radiación es demasiado fuerte para que yo, el esposo, lo atrape en un solo te quiero, en una sola posesión. Se escapa, y vuelve con sus interrogantes, me interpela, me mira desde arriba, desde abajo, desde todos los ángulos a los que yo nunca llegaré. Eva me hace reinventarme, me saca de mis límites, me humilla, me hace reír.  

Un amigo mío se casó hace poco. A veces se da cuenta de que lleva el anillo de casado en su mano izquierda. Se despierta y piensa “¿qué es esto?”. Nunca lo sabemos del todo. Ella siempre está ahí con su corporalidad radicalmente distinta, cambiante. Eva, tan frágil, tan en segundo plano, siempre acaba siendo más fuerte, siempre acaba siendo esencial. Es Gaia, la madre, el origen de todo hombre, el valle profundo por donde transita el río de la vida.

Desde Freud, el sexo ya no está en el cuerpo, sino en el cerebro. No tiene lugar. Es infinito su deseo, infinita su producción. Hay que crearlo, y para re-crearlo, desnudémoslo una y otra vez. Pornografía, una y otra vez. La sociedad con más consumo pornográfico de la historia, con más explotación sexual de la historia, quiere desnudar y poseer a Eva una y otra vez.  El hongo nuclear que nos arrasa por dentro, da vueltas y vueltas en nuestro coco, mientras trillones de imágenes circulan a toda velocidad por Internet, mientras se extiende la fobia al contacto entre el Tú-en-ti.

Pero la Eva real, ese cuerpo concreto, con babas y fluidos, con un peso y unas orillas muy concretas en el mundo del aquí y del ahora, nos aterra. El deseo se comercia y nos inunda los sentidos. Es un comercio de carne y cuerpos. Pero ese comercio es un comercio entre fantasmas, que no soporta a los cuerpos reales que envejecen, enferman. Que no soporta el tú concreto de una Eva que no es un apéndice de nuestro yo, a la que manejamos a placer. Eva es un rostro, un tú, una boca que no podemos callar. Una boca que nos arremete, nos reta, nos sorprende, nos grita, se ríe, se tuerce.

Turistas de nuestro cuerpo. Visita y atraviesa cuerpos de forma rápida, para meterlos en el álbum del yo agrietado. Busca sensaciones.  El hombre actual no tiene casa, no tiene identidad. Juega, experimenta. Pero no se encuentra en su carne. Su carne cree en la vida confortable, el progreso inevitable, la civilización de la máquina. El sexo personal es un juguete, un joystick. El joystick, la rubia, el coche. Consumo en cadena. Seguimos en la party, haciendo kilómetros. Y la insatisfacción, sigue. La pulsión sexual, no se sacia. Sigue estando ahí la llamada del Otro. El eros sigue tirando de nosotros. Ese no tenerme a mí del todo. Esa búsqueda de la unidad. De repente, un extraño. Aquella frágil chica que se cruza en el trabajo, y provoca la convulsión inesperada de toda una vida. La búsqueda de la felicidad, de la belleza. Ese cuerpo que no se sacia con el plato de lentejas de 300€ que cenamos ayer en El Bulli. La angustia de saber de mi debilidad, de no controlar la nave, porque la nave viene de muy, muy lejos. Más allá del tiempo.

Eva nos observa y su radiación nos sigue abrasando. Mucho. “La potencia de nuestra erótica solar nos abrasa por dentro, porque apenas ilumina a los otros” (Fabrice Hadjadj de nuevo). Sólo hay sitio para la rubia en bikini (siempre rubia, siempre en bikini: que la explosión nuclear no decaiga: para ese problema, solución rápida: a la puerta por donde vino). El sol que atrapa con su infinita gravedad de peso muerto sus rayos, un sol frío, que retiene el semen de sus rayos y no hace brotar vida alguna. Un agujero negro que borra su propio ombligo, su origen a base de no transmitir la vida, rechaza la propia. Un Yo demasiado grande para volver la mirada al pasado de su origen y al futuro de su destino, ya no se comprende a sí mismo, y por lo tanto cesa de emitir luz.

Y cuando el rayo escapa, cuando el vientre germina, a pesar de las pastillas para el vientre plano perpetuo, cuando aparece lo imprevisto, se rechaza. No puede ser que el acontecimiento de un embarazo esté por encima de mi voluntad. Y otra vez volvemos al fondo en negro. Yo, mi voluntad, al final no aceptando la cuna tendré mi tumba. La muerte, no revela desgraciadamente los secretos de la vida. Y buscando ese éxtasis inferior, se hunde el éxtasis superior. Seguimos teniendo ese abismo entre las piernas, que nos arroja una y otra vez a los lobos de nuestra carne insatisfecha que nos desprecia. No hay mando de consola que nos asegure el control, como ocurre con los animales. Un instinto animal produce una vida muy ordenada, no una loca depravación. El espíritu dentro del cuerpo, el abismo hacia lo alto y hacia lo bajo. Dentro de cada uno. El sol nos abrasa a todos. El hongo nuclear no deja de emitir radiación. Inolora, insípida. Pero no indolora. E

Eva nos llama. El rostro es un rostro inacabado, porque se construye con nuestra palabra y yo me deletreo con su boca, su cuerpo, la radiación de todo su ser. El Otro es inabarcable, no se puede meter en la celda de nuestro yo. El deseo que nos rasga las entrañas, el abismo que sentimos en nuestras piernas, es un abismo y un deseo de lo más alto y de lo más físico. El equilibrio del amor es un respeto espiritual que se concreta en algo físico. Cuantos más equilibrios haya entre los abismos, más físico es el hombre. Una relación puramente física es más física cuanto más espiritual es esa relación. Una comida feliz, es una comida con amigos. El solitario que se da un festín, no degusta la comida. La amistad es gratis. La verdadera felicidad cuesta poco, si es cara, no es de buena ley.

Y para que podamos caminar por el abismo, hay que cogerse de la mano de la Gracia. El hombre es demasiado grande, está demasiado alto. Para llegar al equilibrio con Eva, el esposo necesita descifrar los ruidos, las señales que proceden del más allá, de la gracia. Sin la gracia, no hay amor esponsal. La Iglesia Católica es tozuda, intransigente: una vez que hemos dicho que sí a Eva, es indisoluble, se llama matrimonio. No la puedes dejar. Es tu cuerpo físico, el hogar, tu oráculo de Delfos para interpretar tu existencia concreta. La fidelidad debe de ser radical. De palabra, de obra, de acción. La niña de tus ojos, la que llega de un tajo tantas veces al corazón de tus tinieblas con sólo una palabra o un gesto. Para eso, es necesaria la ayuda de la gracia.

Eva no es el paraíso. La fidelidad al amor esponsal, ayuda a conquistar el lugar en el paraíso. Pero en la lucha por la fidelidad, hay sangre, sudor y lágrimas. Hay mucha humillación que nos hace redibujar nuestros límites una y otra vez. Y a Eva también. Eva es una luz cegadora, que nos humillará el corazón, la razón, el cuerpo, muchas veces. Y al revés también. Es una batalla, una montaña, un viaje. Ella no se deja conquistar fácilmente. No es manipulable. Es un ser con alma, corazón, inteligencia, cuerpo distinto, fuera de nuestras percepciones en su mayoría de las veces. Es femenina. Yo soy masculino. Mi cabeza nunca estará en su cabeza de mujer. Mi mirada llega a 180 grados. Ella tiene el resto de la mirada mía, los 180 grados restantes. Eso es humillante. Dios me recuerda que no llego con mi vista, mi corazón, mi cuerpo a abarcar toda la realidad. Eva está en el centro del paraíso, pegada al árbol de la ciencia del bien y del mal. Y la seguimos rondando. Pero eso sí, con la ayuda de la gracia. Mantener el equilibrio entre los abismos, sólo es posible con la ayuda de quien nos hizo, y sabe moldear nuestros corazones para que en un proceso largo, misterioso, emocionante, lleguemos a esa unidad perdida, sin darnos cuenta. Esa  unidad que a veces se consigue fugazmente en los cuerpos, pero que nunca se llega a conquistar del todo en el corazón.

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