lunes, septiembre 26, 2005

VOLVER

Alejandra y César tomaron oxígeno muchas veces durante el año, soñando con las vacaciones. El año pasaba deprisa y las grandes dudas, los gustos, la vida profesional del otro que no lograban comprender, los asuntos de sus respectivas familias, se escurrían sutilmente por la pendiente de la prudencia y la diplomacia hacia las mazmorras hondas del corazón, sepultadas por un espeso silencio.

Se habían casado hace tiempo. Las celebraciones de su aniversario se sostenían con el vaho de la nostalgia, en el vidrio de la memoria común. Año tras año, eran cada vez más una isla silenciosa de bienestar, un yo-cómodo lleno de miedo a ser invadido por el otro. El tiempo les había enseñado que eran muy distintos. Las fiestas señaladas del calendario, no hacían más que confirmar la profunda diferencia de sus raíces. Los viajes de vuelta de casa de los padres de César, se llenaban de comentarios de Alejandra acerca del color de las cortinas, del tipo de salsa que ponía su madre en los platos, de cosas que sus padres siempre habían hecho igual, a las que él nunca había dado importancia, porque su cuerpo se sentía cómodo en aquel mundo creado por sus padres. Cuando volvían de casa de la familia de Alejandra, los comentarios de César eran una pantalla de palabras neutras y opacas más cínicas que el silencio. Él sentía que el árbol genealógico de Alejandra, se enredaba en el suyo como una enredadera asfixiante.

Al mismo tiempo, como un simétrico espejo maldito, ella intentaba reafirmar su pasado como algo único, irrenunciable, blindado en la caja negra de su identidad más profunda. Ella quería educar y construir a sus hijos sobre lo único importante, la verdadera zona cero que eran los recuerdos y valores adquiridos en su infancia y adolescencia, que según ella “le habían dado resultado”. César, por otro lado, tiraba en dirección opuesta de sus hijos y de sus vidas, hacia su pasado, su origen, allí donde aprendió a sortear la ausencia de sentido, la soledad, allí donde se sintió querido, donde el fuego era agradable y todo estaba recluido en una lejanía unánime no regida por el tiempo, donde todo era casi perfecto.

Pero la batalla era desigual. Ella ahogaba sus grandes ideas con una oleada continua de detalles, tejiendo una red que él creía impermeable a su forma de ser y pensar. Dentro de César se fue consolidando una tibia ira que bloqueaba el deseo de ella de arrastrarlo todo hacia su pasado. Ambos tiraban en direcciones opuestas, cada vez con más fuerza, buscando el País de Nunca Jamás, allí donde la felicidad estaba protegida por la bruma borrosa e inaprensible del pasado. Era un país que ya no existía, pero ellos no habían aprendido nunca a tender los puentes para salir de aquel sitio imaginario. Salían del armario de sus mundos profesionales al llegar a casa, y después de acostar a los niños, se sentaban derrengados en el sofá, dejándose envolver por el ruido de los telediarios, y así, entre bombas y subidas del IPC, se borraba aún más la memoria de aquellos planes de futuro y presente juntos que habían perfilado con tanto detalle cuando se casaron, lo único que les había importado cuando comenzaron la aventura sin retorno de su vida en común.

Al fin llegó el verano. Sus islas estaban llenas de proyectos personales e irreales de descanso. Llegaron a las vacaciones como funcionarios inhábiles para la convivencia diaria, ignorando las cosas habituales de la vida en común, inútiles para hablar y sonreír normalmente, con corazas torpes para evitar las miradas en las largas convivencias diarias, tan extrañas. Las islas se deshacían rápidamente, acosadas por los hijos, la compra en común, las pequeñas cosas que ella le recordaba constantemente. Quedaron a cenar con amigos varias veces, donde se socializaba su silencio común. A veces si afinaban el oído, cada uno llegaba a empaparse con oleadas de anécdotas, gestiones, chistes, temas de trabajo, amistades y otras aventuras sorprendentes en las que estaba envuelto cada uno de los dos, sus vidas, sus trabajos. Por un momento el brillo de sus ojos, el tono de sus voces y sus sonrisas se abrían al mundo que habían dejado sepultado en sus pasados.

Una tarde, vino la madre de Alejandra a llevarse a los niños un par de días. Se quedaron solos, oyendo el tic-tac del reloj. La playa se plegaba en el horizonte y comenzaron a dar un paseo. César empezó a tantear el terreno con miedo, pero sin prudencia, a buscar aquella chica con la que se casó. No podía permitirse ningún remordimiento de su orgullo. Debía ser duro consigo mismo, y después, ser más duro aún, buscando su derrota absoluta, su aniquilación total, para tumbar las puertas de su fortaleza de forma definitiva. Quedaba poco tiempo. Había que volver a conquistar a la chica. Con una voz ya olvidada, quebrada, que sonaba como si su garganta fuera un depósito de oxidadas navajas de afeitar, le dijo:

-“Perdón si te he causado daño. No te entiendo muchas veces. No se como piensas, ni porqué eres así a veces, porque yo no soy tú. Me haces falta quizás porque no te comprendo, porque no reacciono como tú, porque hay una extensa parte de nuestras vidas a la que no llego y a la que sí llegas tú. Y por eso me encierro en mi pasado. Creo, que a ti te pasa lo mismo. No quería hacerte daño. Te necesito, tenemos que hablar. Hay muchas cosas tuyas que me hacen falta, y a ti también. No tengo todas las respuestas. Estoy cansado y solo. Necesito saber que te pasa, necesito que hablemos a fondo de tantas cosas. Necesito volver a empezar, otra vez, otra vez.”

Agachó la cabeza, la apoyó en su hombro, le miró desde abajo con esos ojos de niña pícara necesitados de amparo y comprensión, que le enamoraron hace ya tanto tiempo, en aquel bar de cuyo nombre no le hacía falta acordarse.

- “Perdóname tú a mí. También estoy cansada y sola”

Las barreras de su isla cayeron. Volvían a casa. Ya era hora de reconstruir los puentes uno a uno, con esfuerzo. Aquella tarde se expandió en su memoria. Creo que desde siempre ha mecido sus vidas desde entonces.

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